Entonces también lloraba con las películas y me daba hipo cuando me reía a carcajadas. Tenía, quizás, un número menos de pie, y las mismas manos.
Tuve dieciséis años y las batallas propias de unos ojos ansiosos a devorar el mundo, las mismas que se pierden con el corazón en un puño.Y entonces, también pareció que ya no habría corazón,
ni puño.
Tuve dieciséis años y sigo teniendo el mismo grupo favorito, la misma habilidad para discutir lo indiscutible y la misma facilidad para arrepentirme sin acordarme de que, a veces, perdón llega demasiado tarde.
He sido igual de olvidadiza desde que tengo memoria.
He sido igual de olvidadiza desde que tengo memoria.
Con dieciséis años quise a veces, después quise a morir y después me enamoré.
El frío ha llegado a París y con él, el viento helado que se mete dentro del cuerpo y mece sin cuidado los sentimientos que conseguí acallar. Desde la Isla de San Luis se ve el reflejo de la luna en el Sena y los turistas cenan en las terrazas con bufanda. Y en el fondo les entiendo, porque yo tampoco querría perderme esta noche. Les entiendo, porque sigo adorando París aunque ahora sepa que hay tantos pájaros como ratas. Dejar de tener dieciséis años y darse cuenta de que, aunque se quiera, no siempre se puede volar lejos. A veces ni siquiera se puede volar.
De que a veces hay que poner los pies en el suelo para coger más impulso antes de salir de nuevo a mirar las nubes desde arriba.
ResponderEliminaradolescencia y París en el mismo texto, ya me tienes ganada. Y además bien escrito :)
ResponderEliminarQue dulces y que amargos son los dieciseis... Yo lo pasé tan mal que me habría gustado no vivirlos. Me alegro de que los tuyos fueran más dulces y que puedas plasmarlo tan bien.
ResponderEliminar: )
para saltar dos veces hay que caer una vez al suelo...
ResponderEliminarpero no perdemos la esperanza de conseguirlo algún día :)
ResponderEliminarSiempre se puede volar, aunque sea para disfrute de la propia infelicidad.
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