miércoles, 3 de noviembre de 2010

El día que PG se marchó.

PG cerró la maleta y la empujó.
La maleta marrón se deslizó torpemente por la cama y calló al suelo.

Golpe seco.

Como si estuviera llena de clavos.

Pero la verdad es que estaba prácticamente vacía. PG ya no tenía nada más que calcetines viejos, unos cuantos libros y unos cuantos papeles del banco.
La desidia pesa mucho.

Dio una vuelta por el apartamento.
La cama, donde había hecho el amor, sin amor.
La cocina, donde había comido sin hambre.
El sofá, donde había tocado fondo los domingos.

Y la ventana, donde había fantaseado con chicas rubias y el amor verdadero.

Madrid era una ciudad demasiado cara para PG. Agarró la maleta, cerró la puerta y dejó las llaves en portería.

La nueva inquilina no llegaría hasta algunos días después. Se llamaría, pongamos, W, y tendría la cabeza llena de pájaros al revés. Como los dibujos más sencillos de los pájaros volando, dados la vuelta.
Fue una pena que PG y W no hubieran coincidido en el portal, quizás hubiera sido un flechazo. A lo mejor PG se hubiera enamorado de la risueña W y puede que a W le hubiera cegado la encantadora melancolía de PG.
Pero PG salió del portal una mañana y W tardó algo de tiempo en llegar.
Además, llegó por la noche.

La despedida de PG no fue triste, no tenía grandes amigos a los que decir adiós.
Yo le conocía bien y me hubiera gustado fumarme un último cigarro con él, pero PG nunca me avisó, y cuando quise darme cuenta ya se había ido.

Pasé por allí y W tenía colgada ropa limpia en el tendedero. Ropa interior.
W lo colgaba todo fuera, se ve que no tenía nada que esconder.

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